Intimando con la gran ballena blanca

Intimando con la gran ballena blanca

Una historia de ira, rencor y venganza

In Memoriam, Fonsi.

 

UNO

Érase una vez que en lo profundo del océano habitaba una criatura magnífica y terrible, avistada a veces sobre el azul-verde-gris del mar, como una enorme montaña blanquecina; de tal poder, tal majestad y tan hondo misterio que aterraba los corazones de los hombres. Indiferente a ellos, pero burlándolos y venciéndolos en sus torpes intentos por atraparla, se convirtió en una leyenda, en un ser inalcanzable, prohibido y apenas de este mundo. Ella sabía remover en el alma humana el pavor más ancestral, el miedo primigenio de nuestra especie ante lo incomprensible y lo desconocido. Despertaba también el odio más ardiente, pues a los abismos en donde ella reinaba, jamás vencida, no había podido llegar hombre alguno y si por desdicha alguien cruzaba su umbral, nunca volvía vivo para contarlo. Y era hermosa, de una belleza sobrecogedora e inconcebible, un prodigio imposible que no podía existir, una sombra blanca solo entrevista: blanca como una mortaja, como un fantasma, como la pureza; blanca como la palidez, como el hielo, como el noble mármol, como la inocencia, como la muerte misma: la belleza de un ser sagrado y maldito.

DOS

Y érase también una vez un capitán de barco ballenero, recio hombre de mar, al que en su faenar cotidiano el destino o los dioses o el azar, le permitieron llegar tan cerca del misterio blanco, aproximarse tanto a ella, que con sus limitados ojos humanos alcanzó a verla en todo su horror y magnificencia: tocarla, olerla, oírla, saborear el aire mismo que ella exhalaba. La retó y se enfrentó con ella a muerte y durante la caza fue cruelmente marcado: en una agonía de sal y sangre ella le dejó su huella rasgándole la cara y llevándose una de sus piernas. El capitán se quebró. Su cuerpo fue cicatrizando y una prótesis de hueso de ballena sustituyó su pierna. No así su espíritu, ni su mente, que enfermaron y se corrompieron cada vez más, pudriéndolo en vida: se ofuscó su juicio, bebió ira y sudó odio, se obsesionó con la criatura que había osado mutilarlo, desatendió a su esposa y a su pequeño hijo, escupió al dios que hasta entonces había adorado y en su soberbia infinita, se alejó de lo humano con desprecio. Lo sostenía una idea fija: buscarla, perseguirla, matarla, destrozarla con sus propias manos, vengarse de ella a costa de lo que fuera, hasta del infierno.

TRES

En nuestra raíz más honda llevamos lo que somos y pudimos ser; lo que nos pasó, lo que hicimos o no; lo que recordamos y lo que hemos olvidado sin darnos ni cuenta; lo que lamentamos, lo que echamos en falta; lo que una vez amamos o quizá no. Así que tenemos también nuestro profundo océano azul-verde-gris, con sus misterios de vida y de muerte, con vientos y mareas que nos traen y nos llevan, con su sal que nos escuece en los ojos y allí, entre la belleza y el terror, habita nuestra personal ballena blanca. Reina del abismo infinito, conoce nuestros secretos, escucha nuestro corazón, percibe nuestras emociones y cuando así lo quiere, muestra su contento o su disgusto.

La ira, el rencor y el deseo de venganza son muy humanos e intensos, todos los habremos experimentado alguna vez y es muy posible que nos hayamos dejado llevar por ellos más de lo que nos gustaría. Yo desde luego sí, y hay temporadas en las que soy víctima fácil para la ira. Si es una reacción lógica a un abuso que he sufrido, o si a veces me enfado conmigo misma, hasta diría que es saludable y un desahogo necesario y comprensible. A veces hace falta enfadarse, caramba. Muy otra cosa es que brote continuamente o sin control –controlar la ira, eso sí es terapia, pues por definición la ira es descontrol y violencia-; o que no exista motivo aparente que la haya provocado; o peor aún: adónde y sobre quién va a descargar esa nube negra su destrucción. De las tres emociones, es la que peor tolero en mí, la temo y me avergüenza.

Me confieso rencorosa. Así de claro. No olvido lo malo que me hicieron, aunque tampoco lo atesoro, ni lo recuento, ni me regodeo haciendo listas de ofensas. Pero ahí está ese sentimiento y lo dejo estar. En general los códigos éticos, las religiones -y así me lo inculcaron de niña- consideran el rencor algo negativo, malo, dañino y seguramente lo es, o al menos inútil, pues no alcanzo yo a verle beneficio alguno para nadie, ni nada arregla. Pero yo vivo bien con mis rencores, no me molestan. Y bien mirado, sería de idiotas olvidarte del daño que te hicieron y de quien te lo hizo. ¿O es que quieres más? Acepto de buena gana esa mancha en mi vida. Parece que lo contrario es el perdón, limpio, bueno y sanador, que también me decían de niña, pero es que a mí de niña me contaron muchos cuentos. “Perdonar es divino”, que dicen; pues bien, a los dioses se lo dejo, que perdonen ellos. El sentimiento de rencor no es “bonito” y no lo recomiendo, pero a mí no me perjudica, bastante hice ya el idiota y no aspiro a la santidad.

La venganza sí es aterradora, no solo porque causes daño deliberadamente a alguien que, en tu “infalible” criterio lo merece, ya que te ha herido y debe pagar por semejante delito. No solo por eso. El mayor daño te lo haces a ti: cuando buscas causar dolor, cuando lo infliges voluntariamente; cuando has pasado tiempo preparándolo con esmero y esperando escondida la ocasión propicia para que la jugada sea redonda; cuando te regocijas en el sufrimiento de otro y te felicitas por tu éxito, el envilecimiento recae sobre ti. El mayor daño lo sufre tu alma envenenada, que has llenado con todos esos sentimientos impíos. La mayor satisfacción la goza tu soberbia, ahora crecida, que se quedará tranquila o no, sobre todo pasado un tiempo. ¿Te bastará con una vez o ya que disfrutaste tanto lo harás de nuevo? Quizá la lista de candidatos sea larga: ahora tu soberbia reforzada es insaciable y siempre encontrará culpables a los que castigar. ¿Realmente te compensará vivir con ese plomo en tu interior? No soy vengativa y si alguna vez se me pasa por la cabeza tal idea, sobre todo cuando sé cómo devolver el daño, huyo como de la peste: sé que no soportaría la culpa posterior, el remordimiento, sé que me causaría más dolor a mí que al otro.  Frivolizando con algo tan repugnante como la venganza: lo mismo, según creo, decía Coco Chanel del chocolate: unos segundos en el paladar, toda la vida en la cadera. Un sentimiento que se alimenta del dolor de otro no puede ser más que verdadera ponzoña.

CUATRO

Y finalmente volvieron a encontrarse: el torturado capitán la buscó por los océanos olvidando familia, buenos consejos y la compasión por los demás, con desprecio de las vidas de sus hombres y rehuyendo el trato humano. La siguió por las rutas de las ballenas y por los rumores de los que la habían avistado aquí o allá. Y la encontró. Tres veces se enfrentaron en tres días consecutivos. Para desesperación de un capitán enloquecido, ella se los sacudía de encima como a una molestia menor y sin más, seguía impasible su camino, ignorándolo. Pero él de nuevo la atacaba con mayor rabia. La tercera vez fue la última. Ese día, ella embistió el barco, que se hundía, mientras el último marinero a bordo clavaba su bandera en lo alto del mástil, para bajar al abismo con dignidad. El capitán desde su bote le arrojó con saña el arpón único que para ella sola había forjado y la hirió por fin, como otros antes que él. Pero la venganza es arma traidora y se vuelve contra ti: arrastrado por la cuerda del arpón, por el vínculo mortal que él mismo había creado entre los dos, acabó aferrado a su carne blanca. Una y otra vez mientras blasfemaba y la maldecía, hundía en ella su cuchillo, rojo sobre blanco. Y ella simplemente se sumergió. Así acaba esta historia: se lo llevó con ella hacia el misterio más hondo y azul, hacia el abismo donde aún reina, que nadie conoce y del que nadie vuelve. Llena de odio y tal vez satisfecha al fin, el alma condenada del capitán descendió a las profundidades, al centro mismo de su obsesión enfermiza y quizá, solo quizá, encontró la paz antes de que el misterio eterno lo difuminase en su oscuridad silenciosa.

AL FINAL

No tiene por qué ser igual el desenlace de la historia con la ballena blanca de nuestro océano personal. Ambos son nuestros. Ella es el abismo y el misterio que somos; es lo que sabemos de nosotros y es, sobre todo, lo que no sabemos ni entendemos ni cuenta hacemos de que está ahí. No nos queda otra que comprendernos, respetarnos, al menos tolerarnos o nos destruiremos, porque adonde sea que nos arrastre en ese abismo desconocido, vamos juntos. A mitad de camino entre la superficie y el fondo de nuestro océano azul-verde-gris, está ella, simplemente descansando en vertical, durmiendo boca abajo, como ingrávida y suspendida. Podemos acompañarla en el azul inabarcable: nos conoce, no somos enemigos aunque a veces no nos comprendamos; nos deja estar a su lado, descansamos juntas, nuestros latidos y emociones se acompasan y entonces se produce el mayor de los prodigios: atravesando millas y millas marinas, sobre el abismo resuena el arrebatador y mágico canto de la ballena.

 

Isabel Alcántara

Paciente de MIMAPA – Centro de Psiquiatría y Psicología

A la memoria de mi querido hermano Alfonso, que nos fue cruel y prematuramente arrebatado, pero que sigue con nosotros, más amado cada día.

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