Mentirosos por naturaleza
La contradicción es una condición intrínseca al ser humano. La dicotomía verdad-mentira podría considerarse un ejemplo de ello. Las personas apelamos a la importancia de la honestidad en las interacciones con los demás tanto en el ámbito personal, como en el social y el laboral, e incluso llegamos a exigir sinceridad como bandera para la prosperidad de esas relaciones. Sin embargo, ni nosotros ni nuestros interlocutores solemos realizar un ejercicio de sinceridad completo. ¿Decimos siempre la verdad? ¿Contamos siempre toda la verdad? La única verdad es que no lo hacemos.
Demandamos sinceridad impulsados por principios morales y/o religiosos que nos advierten de que la mentira es maléfica, peligrosa, perversa y reprobable, y que el mentiroso será castigado; pero mentimos porque también hemos aprendido que está socialmente implantado –y hasta aceptado- y que, en determinados contextos, ser honestos puede interpretarse como una falta de consideración o un mecanismo para hacer daño.
La mentira como estrategia de supervivencia
La mayoría de seres vivos han desarrollado tácticas para protegerse de potenciales peligros. Hay plantas que cambian de forma y color para ser menos vistas, algunos animales emiten sonidos cuando sienten peligro para parecer más fuertes y ahuyentar a sus adversarios, e incluso en algunos, como los gatos, se produce un fenómeno conocido como piloerección en el que se les eriza el pelo para parecer más grandes y temibles. Todos ellos son mecanismos para manipular las representaciones mentales de los enemigos y evitar el conflicto. Las personas hacemos lo mismo. Los gritos de guerra, las danzas tribales o los desfiles militares son demostraciones de poder para intimidar al rival o potencial rival.
Los seres humanos no podemos vivir aislados, lo hacemos en sociedad, nos organizamos en grupos y el conflicto con otros está siempre latente. La necesidad de protegerse como grupo, la importancia de ser una masa numerosa y cohesionada hace de suma relevancia que todos los miembros piensen igual y tengan las mismas creencias para favorecer la coordinación y el compromiso. Y para ello todo vale, todo es aceptado para que la dicotomía nosotros-ellos sea cuanto más profunda posible mejor. No importa que el discurso del líder y las creencias sobre las que se sustenta la tribu se ajusten a la realidad o no, lo importante es la supervivencia del grupo. Y como no podemos sobrevivir solos, como no podemos vencer solos, la pertenencia a la comunidad se vuelve prioritaria en detrimento de la verdad. Formar parte de la tribu, vivir en sociedad, nos vuelve mentirosos y nos obliga a aceptar el permanente juego de la mentira. Ya en el siglo XVIII, Rousseau sentenciaba que “es la sociedad la que corrompe al hombre.”
Pero lo mismo sucede con los conflictos individuales porque realmente éstos acaban siendo colectivos, ya que buscamos implicar a nuestros amigos, a nuestra familia, a nuestros conocidos; buscamos que nuestra tribu particular acepte nuestros planteamientos para que no apoye a la otra parte del conflicto. Y si para ello tenemos que mentir, tendemos a hacerlo.
Ya sea como colectivo o a nivel individual, ante la necesidad, ante la incertidumbre, ante el riesgo de conflicto, la mentira crece para protegernos “…Los hombres son tan simples y se someten hasta tal punto a sus necesidades presentes, que quien engaña encontrará siempre quien se deje engañar”, El Príncipe, de Maquiavelo, siglo XVI.
Mentir es la consecuencia de la búsqueda de un beneficio, de la satisfacción de un interés. Mentimos por necesidad, para protegernos, para llamar la atención… Mentimos porque lo consideramos útil para un fin y asumimos el riesgo que conlleva ser descubiertos y lo hacemos porque, además, la mentira nos brinda una falsa sensación de control y poder. Y como todos tenemos necesidades de diversa índole, materiales e inmateriales, y ansiamos el poder, la mentira es protagonista de nuestro día a día como individuos y como sociedad.
La mentira: ¿protectora de nuestra salud mental?
Mentimos a los demás y nos mentimos a nosotros mismos hasta el punto de crear realidades y vidas paralelas. Es ahí cuando la mentira adquiere la función de autoprotección y autoregulación hasta el punto de que algunas investigaciones le otorgan un papel importante en el cuidado de la salud mental cuando ese autoengaño se refiere a tener una imagen sobrevalorada de uno mismo porque nos puede brindar autoestima y equilibrio.
Sin embargo, lo cierto es que aunque la mentira puede actuar de escudo protector en un determinado momento, termina siendo una cárcel que limita la evolución personal. El autoengaño puede acabar construyendo un “falso self” con el que moverse por el mundo con sensación de seguridad hasta que se nos lleva al fracaso y, en ese punto, predispone a la aparición de trastornos mentales.
Creer en algo, sea verdad o no, nos confiere poder. Así lo demuestra, por ejemplo, el estudio desarrollado por Richard Lazrus, psicólogo de la Universidad de Berkeley, que demostró que pacientes sometidos a intervenciones quirúrgicas que se autoengañaban obviando la gravedad de su situación, padecían menos complicaciones postoperatorias que los pacientes que se centraban en las complicaciones de su intervención.
Ello se explica porque, además del componente evolutivo, social y protector de la mentira, ésta tiene una dimensión biológica. Aquellas personas que más mienten o que son mentirosas compulsivas, presentan una mayor cantidad de materia blanca en el cerebro y alteraciones en el tálamo, encargado de regular la actividad de los sentidos. Si bien, esa condición por sí sola no explica la alta prevalencia de la mentira.
¿Aprendemos a mentir?
Además de la carga evolutiva hacia la mentira que está presente en todos nosotros, también aprendemos a mentir. Como la mayoría de aspectos que nos definen, aprendemos a mentir en la infancia, en la interrelación con las figuras de apego.
Los padres tendemos a recurrir al engaño para evitar cumplir peticiones espontáneas de los niños, para no entrar en conflicto con ellos, para eludir dar explicaciones a las que no queremos enfrentarnos porque nos resultan complicadas de ofrecer o porque para ellos le pueden ser difíciles de comprender. Se trata de un tipo de mentiras que los niños acaban descubriendo y que les lleva a aprender que se puede mentir y que no siempre conlleva un castigo para quien dice la mentira. Una vez más se demuestra cómo las relaciones interpersonales tempranas configuran nuestra forma de ser y nuestro desarrollo, ya que quienes de niños reciben más mentiras de parte de sus cuidadores, de adolescentes y adultos no solo mienten más sino que tienen perfiles más impulsivos y egoístas.
En conclusión. Sin duda disponer de un sistema perceptivo que sea capaz de identificar la verdad de lo que sucede es adaptativo porque la mentira es protagonista de la vida, a todos nos acechan constantes conflictos y peligros, y detectar y protegernos del engaño es una necesidad para nuestro bienestar. Pero por las mismas razones también es adaptativo mentir. Todos mentimos. Y lo hacemos por algo. Solo un 7% de las mentiras que se dicen, se cuentan por inercia, sin saber por qué ni para qué. Así que, tal vez, lo más adaptativo sea aprender a gestionar el movimiento pendular entre decir la verdad y mentir.
Bibliografía
- Michael Bang Petersen, Mathias Osmundsen y John Tooby. The Evolutionary Psychology of Conflict and the Functions fo Falsedhood.
- Setoh, P, Zhao S. Santos R. Hyman G, Lee J. (2019). Parenting by living in childbood is associated with negative developmental outcomes in adulthood. Journal of Experimental Child Psychology.