La preponderancia del individualismo y su impacto en la Salud Mental
El trauma es relacional; es lo que nos ocurre o no, lo que hacemos o dejamos de hacer tanto a los demás como a nosotros mismos. Y también lo es su superación. Enfermamos y nos curamos en la relación con los demás. Es así porque las personas somos seres sociales, relacionales, que formamos parte de un entorno en el que influimos y nos influye. El nivel de conciencia que tengamos sobre ello y la calidad de esas relaciones con el entorno y con nosotros mismos marcan la diferencia entre la salud y la enfermedad de cada uno pero también de la sociedad.
¿Quién soy? Si nos paramos a reflexionar para poder responder a esta cuestión, lo más probable es que se active nuestro piloto automático, que miremos hacia nuestro cuerpo y que desde una perspectiva individualista nos definamos a partir de lo que ocurre en él, nuestras experiencias, emociones, pensamientos, recuerdos… pero de una forma aislada, desconectada de lo que sucede en nuestro entorno y obviando que formamos parte de un todo que también condiciona y determina lo que ocurre en nuestro cuerpo.
Esa perspectiva del yo es enfermiza. Por naturaleza, aunque lo neguemos, aunque nos veamos como personas autosuficientes, todos necesitamos sentirnos parte de un grupo y cuando ello no ocurre nos perdemos, tenemos más riesgo de sufrir estrés, desconexión, desregulación emocional, desconfianza… En definitiva, el yo individual, centrado en el cuerpo que desconoce el impacto del contexto y en el contexto, el yo carente de compromisos de calidad con el entorno, acerca al sufrimiento y aleja de la salud.
Se trata de una realidad de actualidad. Vivimos en una sociedad interconectada solo tecnológicamente, deficitaria en relaciones sociales cálidas. A pesar de estar rodeados de gente, cada vez más personas se sienten solas, lo que coincide con una mayor prevalencia de trastornos de Salud Mental.
Una sociedad enferma por la diferenciación exacerbada entre el nosotros y el ellos
La evidencia científica ha demostrado que las personas tenemos una propensión neuronal a diferenciar el yo del ellos y el nosotros del ellos heredada de nuestra propia historia evolutiva y de supervivencia.
Tratamos con bondad, con cariño y más respeto a aquellos que emiten señales a partir de las que interpretamos que pueden ser similares a nosotros. Entre las personas se establece un flujo de energía e información que activa o desactiva nuestro circuito prefrontal medio que favorece o no la empatía. Daniel J. Siegel en su libro Neurobiología Interpersonal, concluye, a este respecto, que “nos relacionamos con los de nuestra caverna y nos volvemos más hostiles e indiferentes con la humanidad de aquellos que están en otra caverna”.
En las últimas décadas nuestra caverna, que también tiene el poder de enfermarnos y curarnos, se ha ido haciendo cada vez más reducida por la necesidad ya no de supervivencia en el sentido estricto de la palabra, sino de hacerse un hueco y ser reconocido en una sociedad que prima la competitividad desleal y sin límites y que refuerza los éxitos individuales. Nuestro entorno se ha ido haciendo cada vez no solo más pequeño, sino también desconfiando, se ha ido convirtiendo en un nosotros más acordonado e incluso apocado. El resultado es un yo individualista, un yo debilitado tendente a estar enfermo al no tener suficientemente desarrollada esa parte del yo que se construye a partir de la sintonía y el feedback con los demás, incluso con un nosotros más amplio que incluye al ellos, y que nos hace sentir parte de una realidad superior que dota de mayor sentido la existencia y que nos hace más fuertes.
En la relación con los demás existen patrones de comunicación que retroalimentan a cada una de las partes participantes al estimular la neuroplasticidad cerebral y la sinapsis neuronal que da más fortaleza al yo, permitiéndole responder mejor ante cualquier adversidad, pero dejamos que eso ocurra con mayor facilidad con los que entendemos como iguales; despreciamos lo que pueden aportar las relaciones con personas que no son iguales a nosotros; menospreciamos el ellos.
Conciencia para no despreciar lo diferente
“El yo vive en el cuerpo y estamos definidos por nuestra caverna”. Sin embargo hay un mundo mucho más allá del nosotros más cercano e íntimo que también nos afecta, pero que está más marcado por el instinto de la confrontación que por la colaboración y que es la base de una sociedad deshumanizada.
Para el psiquiatra Daniel J. Siegel solo hay un camino para desactivar el piloto automático que conduce a odiar lo diferente: practicar la conciencia para ampliar el sentido de pertenencia que fortalece a cada individuo y promueve su Salud Mental al sentirse parte activa de un todo y que, consecuentemente, permite el buen desarrollo como sociedad.
Aunque pensemos que ese todo, esa humanidad no nos afecta ni interferimos en ella, sí lo hace y lo hacemos. Nuestro cerebro capta señales más allá de nuestro círculo cercano a través de la cultura, de los medios de comunicación… que afectan a las conexiones sinápticas neuronales e impactan en las narraciones de lo que nos sucede, creando mapas mentales que van dibujando el yo, un yo que alcanza al contexto ambiental y a las estructuras cerebrales de los demás. Por tanto, aunque no seamos conscientes y eso nos lleve al desprecio de lo diferente por instinto natural, todos formamos parte de todos.
“Compartimos el mismo aire, la mima agua, el mismo hogar, el planeta Tierra. Cuando aceptamos la realidad de este hogar compartido empezamos a darnos cuente de que estamos juntos”.
Yo soy tú, tú eres yo, yo soy vosotros, vosotros sois yo. No hay un nosotros y un ellos.
Bibliografía
- Daniel J. Siegel. (2016) “Guía de bolsillo de Neurobiologia Interpersonal. Un manual integrativo de la mente”. Editorial Eleftheria.