En nuestro mundo interior tenemos un mapa que sirve de guía a nuestra conducta. Se sabe que este mapa se va construyendo con las experiencias tempranas de la vida. El llamado “ambiente social temprano” es crítico para alcanzar un desarrollo cerebral sano. Múltiples estudios apoyan esta idea.
Estas experiencias tempranas se van organizando en mapas que regulan nuestro comportamiento y nuestra relación con el mundo y lo hacen fuera de la conciencia. Bowlby lo llamó “modelos operativos internos”; en el psicoanálisis lo denominan “conocimiento relacional implícito”; Cristopher Bollas lo nombra elegantemente “lo sabido no pensado”; en Psicoterapia Sensoriomotor se menciona al niño interior como “map maker”, el hacedor de mapas. A esta guía de saberes que adquirimos en los primeros años, un saber sobre cómo es el mundo y sobre nosotros mismos, es lo que llamo un mapa sin palabras.
Es un mapa del que no somos conscientes, que opera fuera de nuestra memoria episódica y semántica, que está almacenado en nuestra memoria implícita, una memoria de patrones, que solo “recordamos” cuando “actuamos” y que determina nuestro carácter, nuestra forma de relacionarnos y nuestra manera de enfermar.
Un mapa de lo implícito
El bebé humano es prematuro neurológicamente. Viene al mundo a medio hacer para que el mundo lo complete. Los bebés tardan casi un año antes de poder moverse; entre año y medio y dos años en tener capacidad de búsqueda de alimento. Nacemos con el 25% del volumen cerebral adulto, y en los primeros 5 años se desarrolla la mayor parte. En definitiva, necesitamos un útero externo que nos aporte el calor y la seguridad y un córtex auxiliar que nos enseñe a regularnos y a construir nuestra identidad. Si a los bebés solo se les alimenta y quedan aislados, se mueren. La presencia de un cuidador amoroso es fundamental; que haya una persona que esté loca por ellos, como decía Bronfenbrenner.
Se sabe que el aprendizaje de los bebés comienza en el periodo prenatal. Los bebés se orientan cuando oyen su idioma nativo ya a las 16 semanas. Reconocen la voz de su madre y de su padre desde el seno materno. Los fetos pueden reaccionar a sonidos, música, o ritmos que les resulten familiares. Sabemos que el córtex prefrontal del hemisferio derecho está muy activo desde unos meses antes del parto hasta los 18 meses. Junto con la amígdala y los ganglios basales son relevantes para la formación y almacenaje de los patrones de apego y relacionales.
Los bebés nacen con un conjunto de programas comportamentales que vienen de serie y que compartimos con los animales mamíferos. Panksepp, psiquiatra, padre de la neurociencia afectiva, llamó a estos programas “proceso primario”.
El proceso primario es la existencia desde el nacimiento de una serie de sistema emocionales cableados a nivel subcortical. Panksepp identificó los siguientes: ira / miedo / pánico-tristeza / exploración / juego / sexual / sistema de cuidados. A diferencia de otros animales, los humanos desarrollamos en los primeros años una capa cortical altamente compleja cuyo desarrollo es dependiente de los procesos de apego y socialización, y que van a influir en el despliegue óptimo o defectuoso de estos sistemas emocionales básicos.
El bebé humano es un mamífero y tiene necesidades de mamífero. Su dependencia física y emocional es absoluta y descuidar sus necesidades evolutivas sienta las bases de una desregulación que traerá consecuencias. La cultura y su influencia en los modelos de crianza han de tener en cuenta a la biología y a la evolución, no ir contra ella. Un ejemplo clásico de esta influencia la vemos en cómo se ve afectado el sistema de exploración con el desarrollo de un apego inseguro, y cómo este patrón sienta las bases para el desarrollo de psicopatología, por ejemplo, un trastorno de pánico.
De manera que un neurodesarrollo adaptativo ocurre en el seno de unas relaciones de cuidado sanas, cerebro a cerebro, momento a momento; disrupciones en ese periodo como el abandono, la negligencia, el abuso físico y emocional contaminarán los sistemas de acción básicos y pasarán a formar parte de la cartografía de este mapa de lo implícito. Así, nuestro mapa sin palabras va almacenando estados corporales de seguridad o pánico, sistemas de acción bloqueados, con actos de triunfo frustrados, emociones estancadas y no procesadas, traumas y heridas relacionales tempranas.
Solo posteriormente se irá superponiendo el lenguaje; y las palabras aparecen en nuestra vida un tiempo después, permitiendo que ampliemos las posibilidades descriptivas pero no pondremos relatos de alegría a estados mente-encarnados previos de dolor; surgirán las creencias y el relato autobiográfico, pero lo harán sobre ese conocimiento primario, que es inequívocamente corporal. Por eso decimos que el cuerpo nunca miente.
Y éste es el mapa que utilizaremos de adulto, sin tener conciencia de ello, en nuestras relaciones de adulto, y que influirá en cómo habitaremos nuestro pequeño mundo, nuestro microcosmos particular.
La necesidad de las terapias de abajo-arriba
Un dato esencial dentro de la neurociencia actual es que este mapa sin palabras que almacena la experiencia sensorial y emocional es fundamental para entender la aparición de trastornos mentales, como expresa tan claramente el título de un libro de Van der Kolk, “El cuerpo lleva la carga”. Y para acceder a esta carga del cuerpo, a esta mochila que lleva nuestros mapas, se muestran especialmente útiles una serie de terapias que se denominan de abajo-arriba, cuya vía de acceso principal es la experiencia sensoriomotora y emocional.
Edelman, Premio Nobel de Medicina, y estudioso de la conciencia, diferencia dos tipos de conciencia: la conciencia primaria y la conciencia de orden superior o secundaria. La conciencia primaria correspondería a este mapa sin palabras que contendría lo experiencial y fenoménico, ligado a un presente continuo, como una secuencia de movimiento en perpetuo bucle. No hay pasado, ni futuro, no hay palabras. La conciencia secundaria, propia de los seres humanos, sí contiene el hilo temporal y la conciencia de sí mismo, así como la capacidad de generar relatos, y fundamentalmente de construir una identidad narrativa.
Normalmente, cada vivencia que tenemos, la mentalizamos y nuestra conciencia secundaria la incorpora poniéndole un “pie de foto” que casi siempre va en la dirección de reforzar, apuntalar, mantener la coherencia de ese mapa implícito, de corroborar los “a prioris” que nos creemos. De esta manera, nuestras vivencias pasan a ser experiencias integradas, pasan a ser algo que puede ser hablado y que nos pertenece.
Pero, a veces, esto no ocurre, y lo vivenciado adquiere una dimensión inaprensible, de no poderse digerir por la conciencia secundaria, y entonces queda almacenado “en crudo” y muchas veces fragmentado en nuestra conciencia primaria, en nuestro mapa implícito. Por eso se puede afirmar que lo psicopatológico surge en la interfase entre las dos conciencias; cuando lo vivenciado queda en su bucle, sin pie de foto, y no es posible su integración en esa conciencia secundaria que da sentido y narración a lo vivido.
Por eso, y en relación al acceso terapéutico de este mapa sin palabras, si bien es cierto que el diálogo y la adquisición del insight, del darse cuenta, pueden servir de ayuda para que las personas logren recuperar una sensación de dominio, es poco probable que logren modificar sus experiencias sensoriales, los patrones nodales de ese mapa interno. Saber y entender lo que nos pasa no es suficiente para el cambio.
Para acceder a estas plantillas es razonable pensar que debemos hacerlo con recursos que vayan más allá de lo meramente verbal. Utilizar intervenciones que eviten el modo verbal y la atención ordinaria, y que puedan entrar en contacto con este saber oculto, con técnicas somáticas, o de estados del yo, con recursos de imaginación guiada, y con el uso de la atención plena, y teniendo siempre en cuenta el estado del sistema nervioso autónomo, clave para el proceso se realice dentro de un margen de seguridad para el paciente.
En definitiva, con terapias de abajo-arriba, como la Psicoterapia Sensoriomotora, el EMDR, la terapia focalizada en las emociones y otras más, escuchamos al paciente, pero rastreando la historia implícita del niño que fue, escrita en su cuerpo y en sus reacciones emocionales, en sus traumas tempranos; no tanto lo explícito de sus contenidos verbales, como el lenguaje de imágenes, sensaciones, impresiones e impulsos que nos enseñan la cartografía de su mapa sin palabras.
José Antonio Barbado Alonso
Psiquiatra y Psicoterapeuta
MIMAPA – Centro de Psiquiatría y Psicología en Ourense